Autor: Raúl Antúnez Horcajo – Asociación ABECAM
Estamos muy acostumbrados a
escuchar la palabra acoso, tan acostumbrados que en muchos momentos nos
olvidamos que tras la palabra existe una terrible realidad que oprime hasta la
desesperación a miles de personas, condenándolas a depresiones crónicas, aislamiento social y
a una baja autoestima tan destructiva, que llegan a paralizar por completo sus
vidas personales, familiares y laborales.
Esta costumbre o hábito hace
que también acotemos de modo automático los ámbitos del acoso, reduciéndolos al
entorno escolar o al laboral olvidándonos de otros ámbitos importantes para
nuestro entorno social como el familiar. Y de este tipo de acoso me gustaría
hablaros hoy, en concreto del acoso sufrido por uno de los cónyuges, por parte
del otro, tras tomar la decisión de separarse o divorciarse.
A pesar de que nuestro
ordenamiento jurídico reconoce el derecho de los cónyuges a disolver el vínculo
matrimonial de modo unilateral o de forma acordada, a día de hoy en nuestro
contexto social se sigue condenando, explícita e implícitamente, a aquellos
cónyuges que dan este paso, y especialmente si el cónyuge que toma la decisión
de la ruptura del vínculo es la mujer.
El acoso implícito suele darse en el
entorno social más próximo a través de conversaciones estereotipadas sobre el
papel de los cónyuges y el vínculo marital, acusadoras miradas y rumores vecinales
o en los viejos grupos de whatsaaps de madres,…Todo ello fomentado por la
visión social que a día de hoy aún mantenemos sobre el divorcio y la separación
de los cónyuges, una visión que aún sigue contemplando a esta realidad jurídica
como un episodio degenerativo que dificulta el desarrollo de los miembros que
lo sufren.
El acoso explícito suele
generarse por parte del otro cónyuge supuestamente abandonado y su entorno
familiar, empleando para ello una imagen exacerbadamente victimista, el
chantaje emocional en todas las comunicaciones mantenidas o con el empleo de
los hijos comunes.
Un acoso permanente, atroz y
mezquino, cuyo resultado suele ser un sentimiento de culpabilidad exagerado en
el cónyuge que lo sufre, síndrome depresivo, abandono de la vida social,
pérdida de productividad laboral y una gravísima perdida de la autoestima
personal y social.
Comportamientos reprobables que
sin embargo se encuentran muy poco perseguidos y penados, especialmente por el
sentimiento de impotencia o indefensión aprendida que el cónyuge acosado va
adquiriendo a lo largo de la evolución del proceso de ruptura. Un sentimiento
que le hace permanecer inmóvil, resignado y autoconvencido de merecer la
penitencia que recibe por causa de la creencia generada sobre el gran daño que
ha realizado a otros.
Una situación que sin dudas,
clama una atención inmediata de nuestras Instituciones Sociales y Judiciales
para atajar cuanto antes tan perniciosa práctica, al ser generada e incentivada
por el tipo de relación de poder instauradas en nuestro acervo cultural y el
paradigma ganador-perdedor que fomentamos desde la más tierna infancia en
nuestros ciudadanos, un paradigma que convierte cualquier discrepancia en una
oportunidad para imponer nuestras percepciones y posiciones, frente al
paradigma de ganas-ganas cuyo fin es convertir cualquier discrepancia o
conflicto en una oportunidad para encontrar soluciones consensuadas que
minimicen los efectos perniciosos del problema, optimizando la resolución de la
controversia y el mantenimiento de las futuras relaciones entre las partes en
disputa. Una situación que sin dudas,
únicamente será superada mejorando el desarrollo comunicativo, emocional y
ético de nuestra sociedad.
Es por ello que, o comenzamos a buscar los
consensos necesarios para elaborar un itinerario formativo que dé un lugar
preponderante a la Orientación Escolar,
cuyo fin es el desarrollo personal, social y profesional de nuestros chavales,
frente a las asignaturas de adoctrinamiento conductual que han encontrado tan buena
acogida en nuestra legislación educativa. O seguiremos presenciando una degeneración
mayúscula en la convivencia de nuestro entorno social, persistiendo todo tipo
de situaciones de acoso entre individuos, al propiciar que nuestros chavales,
alcancen la edad adulta sin posibilidad de haber desarrollado adecuadamente sus
competencias comunicativas, emocionales
y éticas.
Aunque esta medida no es más
que una medida profiláctica a largo plazo y por tal motivo insuficiente para atajar los problemas de acoso a los que
nos enfrentamos por los déficits emocionales y éticos de las generaciones
actuales, en nuestros ámbitos escolares, sociales, familiares o laborales,
Necesitamos por ello, comenzar
cuanto antes a poner en marcha sistemas de resolución de conflicto alternativos
a los canales empleados habitualmente, en vista que sus medidas punitivas no
han generado los efectos perseguidos. Sistemas que fomenten el crecimiento de
los individuos a través del aprendizaje de competencias comunicativas,
emocionales y éticas, a la vez que fomentan la resolución de la discrepancia o
controversia. Es hora por tanto de comenzar a apostar por los sistemas de Mediación (educativa, civil, mercantil,
laboral,…) que permiten una resolución pacífica e inmediata de los
problemas, a la vez que transforma la actitudes y hábitos de las partes
confrontadas, reparando las relaciones, sentimientos e intereses de ambas,
evitando con ello situaciones de acoso o ataques a la parte percibida como más
débil, ya que el propio proceso de mediación reequilibra las cuotas de poder de
los mediados, garantizando la dignidad y los derechos de todos los involucrados
en el conflicto.
Raúl
Antúnez Horcajo
Licenciado en
Filosofía y Ciencias de la Educación
Master en
Diagnóstico y Orientación Educativa
Mediador
Civil y Mercantil
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